Los seres humanos somos el resultado de la interacción entre el entorno y nosotros mismos. Nuestra experiencia de vida, así como los diversos ambientes que nos han visto crecer, condicionan nuestra forma de ser, aunque no hemos de olvidar otro factor muy importante: nuestro legado familiar. Un determinado color de pelo, costumbres y tradiciones o, incluso, un objeto transmitido de generación en generación son solo unos pocos ejemplos del amplísimo repertorio que constituye la herencia familiar. Y es este último caso el que desencadena toda la acción en El castillo en el cielo.
Concretamente, un pequeño aunque poderoso collar se convierte en el centro de todas las miradas debido a su gran relevancia. Y no es para menos, pues en esta joya reside la clave para dominar una tecnología muy avanzada, capaz de destruir todo lo que se le ponga por delante, creada por los antepasados de Sheeta, nuestra protagonista. Como todo artefacto de este calibre, llegar a someterlo no será tarea fácil, sobre todo si tenemos en cuenta que su localización se encuentra en una isla flotante. De esta manera, al igual que en Nausicaä del Valle del Viento, el aire se transforma en un elemento protagónico de esta segunda cinta de Hayao Miyazaki, la primera tras la creación oficial de Studio Ghibli.
Una isla flotante repleta de secretos
Bajo una inocente apariencia reflejada en una dupla principal compuesta por dos niños, se esconde una aventura de tamaño estelar. A primera vista, podríamos pensar que unos protagonistas así no pueden proporcionarnos una buena experiencia, pero con unos valores morales bien definidos y una predisposición innata hacia la acción, Sheeta y Pazu se encargan de demostrarnos de qué son capaces. Esto hace que se hallen bajo una persecución constante, pero también posibilita su encuentro con unos particulares aliados donde menos se lo esperan.
A pesar de pertenecer a un mundo distinto, a la descendiente de los misteriosos isleños no parecen importarle sus orígenes, puesto que no entra en sus planes hacer uso de tan extraordinaria tecnología, una que es capaz de mostrar tanto una cara más pacífica como una totalmente bélica. Por este motivo, Sheeta sabe bien que su mala utilización fue lo que condujo a los habitantes de la isla al exterminio, y no está dispuesta a correr el mismo riesgo. Pues comprende que la ambición del ser humano por sobreponerse, destacar y someter al resto de sus congéneres supone, una vez más, su propia destrucción.
No obstante, donde existe un punto de vista puro y que aboga por la convivencia entre los iguales y, en última instancia, con la naturaleza, también existe una perspectiva vil y que pretende exprimir hasta el último recurso para dejar clara su supremacía. Así pues, bajo el pretexto de que si algo existe hay que utilizarlo, el antagonista defenderá su derecho a hacerse con el control del ejército de robots para conseguir sus propios fines. Con una meta tan ambiciosa, cabe esperar que tampoco esté solo en su periplo, por lo que como espectadores, solamente podemos observar cuál de las dos fuerzas tira más fuerte.
Surcando un horizonte tecnológico
Pero ¿acaso todo intento de acercamiento hacia la tecnología ha de acabar en tragedia? Eso es sobre lo que verdaderamente quiere hacernos reflexionar El castillo en el cielo. Todo el potencial armamentístico se ha mantenido oculto durante mucho tiempo, permaneciendo en un estado de reposo mientras la isla vagaba a la deriva. Sin humanos a los que obedecer, los robots han convivido con la naturaleza abriéndose paso, olvidando su instinto depredador. Esto nos lleva a preguntarnos si los habitantes de ese lugar podrían haber corrido un destino distinto.
Del mismo modo, dejando a un lado el propósito destructivo de las defensas de la isla, difundir este conocimiento superior entre el resto de reinos no era una alternativa factible para los de arriba. Quizá por miedo a que con el tiempo se volviera en su contra o simplemente por la mera ambición de ser los únicos que poseyeran tal poder. Sea como fuere, el pasado no lo podemos cambiar, por lo que las consecuencias de un posible hermanamiento y colaboración entre países solo tiene cabida en nuestra imaginación.
A raíz de todoesto, en esta historia es un enfoque colectivo, aquel que persigue el bienestar general, el que se traduce como una victoria. Actuar en base a nuestras convicciones y dejarnos guiar por los designios del destino puede no conllevar ventajas a corto plazo, pero muy probablemente lo hará en un futuro lejano. De la misma manera, puede que nosotros tampoco salgamos bien parados, pero una perspectiva egoísta, y por ende un tanto reduccionista, no conseguirá sino que el mundo pierda su esencia.
El precio del legado
En una obra como El castillo en el cielo, Miyazaki sabe bien cómo plasmar la carga que supone el legado familiar. Seamos o no conscientes de nuestra herencia tangible, cabe la posibilidad de que desconozcamos su verdadera repercusión, hecho que, desgraciadamente, no nos exime de la responsabilidad derivada de sus funciones. En estos casos tan extremos, estar a la altura de las circunstancias no es tarea fácil, pero Sheeta consigue salir airosa gracias a su humanidad, su humildad y un poco de ayuda de gente que la aprecia.
Ya estemos ante una obra de ficción o ante la realidad, nadie se salva de experimentar unas vivencias que poco tienen que ver con lo que se había planeado. Así, en muchas ocasiones, nuestros deseos se ven opacados por el deber, la incertidumbre o la imposibilidad de realizar aquello que queremos. Sin más consejo que nuestro propio sentido común, no nos queda más remedio que seguir volando sin descanso, porque surcar los cielos de nuestro futuro está lleno de nubes que nos harán perder de vista nuestro destino. Es entonces cuando lo que importa es estirar bien las alas y mantenerse firme a través del viento.