A pesar de la situación que arrastra de un tiempo a esta parte, Blizzard Entertainment es uno de los máximos referentes entre los desarrolladores y editores, pero también irradia una manera diferente de entender el entretenimiento digital, lo cual se acaba traduciendo en una identidad propia como ocurre en los proyectos de Disney o Nintendo.

En sus primeros años, la empresa se destacó con títulos como Warcraft, StarCraft y Diablo, que rápidamente la posicionaron como una fuerza importante en la industria de los videojuegos. Estos juegos no inventaron géneros, pero Blizzard logró algo especial: sus títulos eran accesibles para jugadores ocasionales, pero lo suficientemente complejos para aquellos que querían perfeccionar sus habilidades.

Ahora bien, para muchos es sabido que el verdadero cambio de la compañía que nos ocupa llegó en 2004, con el lanzamiento de World of Warcraft (WoW). Este juego no solo permitía partidas multijugador, sino que sumergía a los jugadores en un universo persistente, donde podían explorar un vasto mundo de fantasía lleno de criaturas mágicas y misiones.

A diferencia de sus juegos anteriores, WoW requería una suscripción mensual, y aunque Adham y Morhaime no sabían qué esperar, rápidamente superaron las expectativas. El éxito fue abrumador: Blizzard creció exponencialmente, contratando a miles de empleados para mantener la demanda. En poco tiempo, la compañía pasó de ser una empresa modesta a convertirse en parte de Activision Blizzard, la mayor empresa de videojuegos cotizada en bolsa. En su apogeo, WoW tenía más de 12 millones de suscriptores y generaba miles de millones de dólares.

Sin embargo, este éxito no vino sin consecuencias, ya que con el tiempo, el éxito masivo de WoW comenzó a erosionar la cultura de la empresa. La presión por mantener el crecimiento constante, sumada a la fusión con Activision, cambió la filosofía de Blizzard: lo que antes era una empresa centrada en crear grandes juegos, se transformó en una maquinaria enfocada en maximizar las ganancias.

La historia de Blizzard es un recordatorio de que el éxito rápido y masivo puede ser tanto una bendición como una maldición, y aunque obras como Blizzard y la saga StarCraft, de Martín Gamero Prieto, ponen principalmente sus miras en ofrecer un análisis completo de toda la saga StarCraft, también nos brinda un extenso testimonio de cómo el éxito no siempre garantiza una trayectoria estable y sostenible. Y ni siquiera compañías como la ya nombrada escapan de esta máxima.

World of StarCraft

StarCraft. Su sola mención provoca escalofríos entre los fans de la estrategia en tiempo real; su nombre es leyenda entre aquellos que disfrutan liderando grandes ejércitos en emocionantes batallas.

Su impacto fue total y, tras su lanzamiento a finales de los 90, fue imposible entender el RTS de la misma manera. Aparte, hizo que la microgestión militar de tropas y edificios mediante el ratón tuviese más importancia. Con todo esto en la mano es fácil entender los motivos por los que StarCraft es considerado como uno de los juegos de estrategia en tiempo real más importantes de la historia y la razón por la que Blizzard es denominado como uno de sus padres. Y eso que ni fueron los primeros, puesto que propuestas como Dune II, logró muchísimo en un tiempo en el que la industria no estaba tan desarrollada.

Empero, lo cortés no quita lo valiente, y de la intención original de crear “Warcraft en el espacio” se llevó finalmente a cabo algo muy diferente a lo que se mostró durante su primera presentación. Contaba con una nueva perspectiva, permitía una nueva recreación más detallada de unidades, un mayor número de ellas por mapa y además con características especiales como la capacidad para camuflarse o esconderse en la tierra, que formarían parte clave de la identidad de ciertas razas y unidades. 

El título aparecería en marzo de 1998 y lo haría en medio de un clima triunfal, con público y crítica rendida ante la última obra maestra de un estudio que ya era uno de los más importantes después de una trayectoria de éxitos ininterrumpida.

La estrategia a una escala nunca vista

Blizzard y la saga StarCraft dedica gran parte de sus esfuerzos en contar al lector cómo sería casi imposible entender el RTS actual sin la propuesta que protagoniza estas líneas. Después de todo, uno de los grandes aciertos del juego (y que también se extiende a su secuela) fue apostar por el conflicto a tres bandas. La decisión no fue casual desde luego, pero posiblemente su importancia no estaría plenamente reflejada hasta un tiempo más adelante, cuando el multijugador realmente explotó. 

Sin embargo, la decisión tenía fundamentos sólidos desde el principio. Lo habitual era diseñar juegos de estrategia en tiempo real con dos bandos enfrentados. Los Warcraft funcionaban así, los Command & Conquer funcionaban así, Total Annihilation igual… StarCraft sin embargo proponía tres bandos divididos en tres subcampañas. Pero lo de menos era la campaña -aunque más variedad es siempre bienvenida-, lo importante es que al plantearlo de esta forma, no se caía en la tentación de diseñar dos bandos “equilibrados” o dos bandos en los que las fortalezas y debilidades de cada bando eran complementarias. 

El diseño a tres bandas, especialmente cuando cada facción era radicalmente distinta a las otras dos, permitió crear un multijugador muy rico en posibilidades, en el que la habilidad, la táctica y la estrategia de un jugador era puesta al servicio de minimizar los puntos débiles de su bando elegido y maximizar sus puntos fuertes para golpear a su vez a los puntos débiles de su rival, fuera de la facción que fuera.

A pesar de su importancia y relevancia, StarCraft no ha sido una saga extremadamente explotada pese a su nombre. Ha tenido unos cuantos libros que profundizaron en sus personajes y tramas, pero en cuanto a videojuegos no es un nombre que Blizzard haya querido explotar a fondo.

El tiempo y la narración fragmentada

La fragmentación alude esencialmente al potencial imaginativo de un pasaje, cuya narrativa suspendida invita a la indagación a través de su fraccionamiento y ambigüedad. Y aunque siempre hay excepciones, es muy difícil encontrar una obra en la que no exista ningún tipo de fracturación en su narrativa, ya sea por la alternancia de trama o por la manipulación del tiempo en general. Desde algo tan básico como el desarrollo de ciertos apartados, los mecanismos de fragmentación de historias y del tiempo narrativo siguen evolucionando día a día.

El ritmo es esencial a la hora de intercalar diferentes temas y con frecuencia podemos encontrar anacronías derivadas de esa gestión. Desgraciadamente, el gran debe de Blizzard y la saga StarCraft es que abusa demasiado de una narración fragmentada a la par que confusa, sobre todo durante los primeros compases de la misma, es decir, los orígenes de la otrora Blizzard Entertainment. Martín Gamero Prieto compone este ensayo dando constantes saltos en el tiempo atrás (pasado) o adelante (futuro) para acabar explicando los hechos. No son muchas las circunstancias en que algo así puede estar justificado, y por lo general, estos saltos de tiempo en narrativa solo provocan confusión en el lector.

Eso sí, una vez que conseguimos superar ese bache narrativo, nos encontramos con un estudio exhaustivo como pocos. Uno que pone de manifiesto la importancia de una de esas sagas que definió el concepto esports, tan de moda hoy en día; la quintaesencia del juego de estrategia en tiempo real, que tantas alegrías nos dio en las décadas de los 90 y 2000; y la manera en la que Blizzard suele o solía hacer las cosas.

Quién le iba a decir a la Blizzard de entonces, de apenas medio centenar de miembros, que la idea de «vamos a hacer un juego de ambientación espacial» llegaría a estos derroteros. Un ejemplo de la riqueza de un universo transmedia expandido hasta límites insospechados.

Esta reseña ha sido realizada gracias a un ejemplar digital facilitado por Kentinel Studios.

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